Autenticidad: la puerta a nuestra mejor versión
“El coraje consiste en elegirse a uno mismo ”.
Atribuido a Kierkegaard
Cuentan que un león fue criado entre ovejas. Caminaba con ellas, balaba como ellas, incluso huía atemorizado al ver otros leones. Hasta que un día, uno de ellos lo llevó a un río y le mostró su reflejo. Al mirarse, descubrió quién era realmente: no una oveja temerosa, sino un león magnífico.
Cada vez que escucho esta fábula me pregunto: ¿cuántas veces vivimos como ovejas, imitando voces y formas que no nos pertenecen, cuando en realidad guardamos dentro la grandeza de un león?
El miedo nos aleja de la autenticidad
Si me miro con honestidad, muchas veces lo que me impide ser auténtica no es la falta de cualidades o talento, sino el miedo. Ese miedo transversal -compartido con casi toda la especie humana- a no ser querida por quien soy. El miedo a no ser suficientemente buena, inteligente, simpática, adecuada. Desde allí intentamos mostrar lo que creemos que los demás valoran en nosotros.
Paradójicamente, lo que realmente nos conecta con otros no es la máscara, sino nuestro brillo auténtico. La autenticidad es la valentía de aparecer con todo lo que somos: luces y sombras, certezas y dudas, grandezas y fragilidades. En ese acto de mostrarnos completos descubrimos que lo que más inspira no es la perfección, sino la esencia genuina.
El lado oscuro de la autenticidad
A veces confundimos autenticidad con orgullo. Conozco personas que sienten tanto apego a su manera de ser que no dejan de hablar de sí mismas, comparándose con los demás y declarando que su forma es la correcta. Les encanta decir: “quien me quiera, que me quiera como soy”. Pero esa frase, más que autenticidad, es un blindaje. Una manera de atrincherarse frente al mundo.
Hace años, mi amigo y maestro Manuel Barroso, eminente psicólogo venezolano, me dijo: “en la vida nadie tiene por qué comer basura emocional, y mucho menos la ajena”. Esa frase se me quedó grabada. Porque vivir sin consideración es exactamente eso: obligar al otro a tragarse lo peor de mí como si fuera virtud. Y lo único que produce es aislamiento o soledad.
Lo auténtico es una esencia viva, plástica y relacional. Un proceso de afinamiento continuo que se enriquece en el encuentro con otros. Como explicó Humberto Maturana:
“La organización de una unidad es invariante mientras conserva su identidad; la estructura, en cambio, puede variar -y de hecho está en continuo cambio- en una unidad dinámica.”
Esa plasticidad estructural significa que podemos transformarnos y adaptarnos sin dejar de ser fieles a nuestro núcleo. Los seres humanos vivimos en conversaciones; desde allí lo humano se construye en la relación.
Vivir con autenticidad es permitirnos crecer sin perder nuestra esencia. No es un acto egocéntrico de mostrar quién soy sin filtros, sino una disposición abierta a co-crearnos con otros. Lo auténtico florece cuando nos reconocemos inacabados, capaces de recrearnos una y otra vez en la conversación con la vida.
Raíz y sentido de lo auténtico
La palabra auténtico proviene del griego authéntēs: “aquel que actúa por sí mismo, que es autor de su vida”. En latín, authenticus significa “verdadero, digno de confianza”. Ser auténticos no es “ser como somos” de manera resignada, sino vivir con la autoridad de quienes asumen su existencia y se saben autores y creadores de su propio destino.
Filósofos y psicólogos lo han expresado de diferentes maneras. Heidegger habló de la Eigentlichkeit: apropiarse de la vida como algo único. Nietzsche nos invitaba a escapar de la moral del rebaño y atrevernos a “llegar a ser quienes somos”. Su llamado es a crear la vida como obra, no a repetir moldes ajenos. Jung añadió otra dimensión: ser auténticos implica también abrazar lo que escondemos. Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad, escribió. Integrar nuestra sombra es condición para que la autenticidad no sea solo máscara de luz, sino expresión completa de lo que somos.
Charles Taylor subrayó la fidelidad a uno mismo, pero siempre en diálogo con los demás. Y Carl Rogers, por su parte, nos mostró que la autenticidad se vive como congruencia entre lo que sentimos, pensamos y expresamos.
Para mí, esa congruencia se manifiesta en un alineamiento dinámico de tres miradas:
cómo me veo,
cómo deseo ser percibida,
y cómo efectivamente me ven los demás.
Cuando esas perspectivas se entrelazan, aparece una coherencia vital que inspira confianza y nos conecta con nuestra mejor versión.
Pulir hasta brillar
Los estoicos no hablaban de “mejor versión” con esas palabras, sino de eudaimonía: la vida buena alcanzada a través de la virtud. Los epicúreos, por su parte, llamaron ataraxia a la serenidad imperturbable. Distintos nombres para un mismo anhelo: habitar nuestra mejor versión como práctica de sabiduría cotidiana.
Hoy, en cambio, “sé tu mejor versión” se ha convertido en un cliché. Alcanzar ese estado exige trabajo profundo, paciente y constante.
Hace años escribí que el talento es como un diamante en bruto. La autenticidad es algo parecido: no se trata de exhibir la piedra tal cual aparece en la mina, sino de atreverse al pulido. Cada golpe, cada corte, cada faceta revelada es un acto de autoconocimiento, de coherencia y de coraje.
Aquí encuentro resonancia con Jung: la autenticidad requiere integrar nuestras luces y nuestras sombras. Negar lo que no nos gusta de nosotros es parte de la inautenticidad. El diamante solo brilla cuando elegimos pulirlo y remover los velos de carbón.
La piedra que se defiende diciendo “yo soy así, quiéranme tal como soy” probablemente está atrapada en capas de determinismos genéticos, sociales o geográficos, o simplemente en la autocomplacencia, y se niega a descubrir su auténtica naturaleza. En cambio, cuando nos trabajamos con autoconsciencia, autoaceptación, compasión y coraje, aparecemos al mundo como el regalo que somos.
Se requiere valentía para pasar de ser una persona común y corriente a alguien extraordinario. Sin trabajo interior, el diamante sigue siendo carbón y nunca llegará a mostrar su verdadera esencia.
Vivir con autenticidad no es gritar quiénes somos, sino crear un espacio de encuentro donde también nos dejamos transformar por la mirada del otro. Así, lo auténtico no es solo un puente hacia la magnificencia personal, sino también hacia la colaboración que engrandece a todos.
Magnificencia en acción
En mi artículo sobre Presencia Directiva decía que la magnificencia surge cuando decidimos aparecer con toda nuestra energía y propósito. Hoy, en mi proceso de aprendizaje continuo, esta reflexión se amplía de la mano de Rob Salafia, autor de Leading from Your Best Self, con quien me estoy formando.
Uno de los conceptos que más me resuenan de su propuesta es landing: la experiencia de estar plenamente enraizados, presentes en nuestro cuerpo, cómodos en nuestra propia piel. Cuando dejamos de fingir y habitamos lo que somos, la autenticidad se convierte en presencia serena y clara.
El segundo movimiento es expanding: cómo nuestra presencia impacta a los demás. No solo importa cómo me perciben, sino cómo se sienten cuando están conmigo y qué historia contarán de mí cuando ya no esté. Allí la autenticidad deja de ser un acto individual para convertirse en un regalo compartido.
Así confirmo que la magnificencia es hija de la autenticidad: florece cuando lo que soy por dentro se refleja en lo que muestro al mundo y se expande con naturalidad hacia los demás.
La autenticidad transforma organizaciones
En los últimos dos años he tenido el honor de acompañar un programa corporativo en una importante empresa del sector salud en España, cuyo objetivo es cultivar la autenticidad en líderes y equipos. Ha sido fascinante ver lo que sucede cuando se construye un espacio seguro para ser genuinos y vulnerables, y se abre la conversación honesta sobre quiénes somos, cómo queremos ser percibidos, cuál es el regalo que ponemos al servicio de la organización y cuál es el impacto que generamos. Entonces emergen nuevas formas de confianza, colaboración y compromiso.
La autenticidad deja de ser un asunto íntimo para convertirse en un activo estratégico de la organización: genera bienestar, fortalece la cultura y se convierte en palanca clave para impulsar los cambios permanentes que requieren las empresas para mantenerse vigentes y aportar valor en entornos altamente competitivos.
El psicólogo Mihály Csíkszentmihályi definió flow como aquel estado en el que desafío y capacidad se encuentran, y el tiempo parece detenerse porque estamos totalmente vivos en lo que hacemos. Vivir auténticamente es el portal a ese estado de flujo. Cuando dejamos de fingir y liberamos la energía que antes usábamos en sostener máscaras, podemos volcarnos por completo en lo esencial y desplegar nuestra grandeza sin esfuerzo.
Como escribió Marianne Williamson en Un retorno al amor:
Nuestro miedo más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro miedo más profundo es que somos poderosos más allá de toda medida. Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta.
Tememos a nuestra grandeza. Pero cuando dejamos que esa luz brille, damos permiso a otros para hacer lo mismo. Atrevernos a ser auténticos es, en el fondo, atrevernos a brillar. A dejar de vivir como ovejas y recordar que siempre fuimos leones.
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