La amistad inútil que sostiene el alma
“La amistad no se basa en la utilidad, sino en la necesidad de compartir lo que somos ”. Reformulación de Aristóteles, Ética a Nicómaco
¿Qué une a dos personas cuando no hay sangre, objetivos comunes, obligación ni frecuencia? ¿Qué permanece cuando no existen ni siquiera expectativas?
Imagina un lazo que no figura en el organigrama, no responde a un OKR, no genera ROI ni se mide en horas facturables o en networking estratégico. Una relación que no nace de una finalidad, sino de la presencia. Inútil, dirían algunos. Una amistad que no sirve para nada… salvo para sostenernos cuando más lo necesitamos.
¿Cómo explicar que no todo lo valioso se traduce en retorno? ¿Cómo medir una risa compartida en medio del caos, un abrazo contenedor, una mirada que me ancla cuando me estoy perdiendo?
La amistad, quizás, sea el único vínculo que no exige razones para existir.
Vivimos en un mundo hiperconectado -al mismo tiempo que hiperdesconectado- y funcionalista, donde todo parece tener que justificar su utilidad: los vínculos, las emociones, incluso el descanso. La amistad verdadera -esa que nace sin cálculo ni estrategia- se presenta como una suerte de rebelión.
Este artículo es mi manera de honrar y celebrar esa amistad inútil -profundamente humana, íntimamente necesaria- que no necesita explicarse, pero sostiene lo esencial.
Es una invitación a preguntarme -y preguntarnos- ¿Cómo hago espacio para cuidar este tipo de lazo, incluso en entornos laborales?
Amistades en plural: no todas se parecen, pero todas importan
La palabra “amistad” contiene universos. No todas se sienten igual, ni nos acompañan del mismo modo.
Con los años -y los territorios recorridos- he aprendido a nombrarlas y honrarlas en su diversidad. En mi mente y corazón conviven muchas formas de amistad:
· Las de la infancia, con las que compartí juegos, papelitos secretos y alguna que otra travesura. Aunque el tiempo haya tejido distancias, siguen presente en mi memoria.
· Las amistades de tránsito, que aparecen en momentos clave: una mudanza, un trabajo, un proceso de duelo, una formación. A veces duran poco, pero dejan huellas sutiles que el alma agradece.
· Las cómplices de vida, con quienes se puede hablar por horas o guardar silencios cómodos. Las que conocen nuestro mapa emocional y aun así, eligen quedarse.
· Las amistades del alma, donde hay historia compartida, aventura, ternura, presencia. Esas en las que el abrazo es hogar, aunque estemos lejos.
· Las amistades existenciales, que no siempre coinciden con la cercanía geográfica ni con la frecuencia. Lo que las define no es el tiempo compartido, sino la hondura del encuentro.
Como migrante he aprendido que más vale tener redes que plata. Pero no cualquier red: no una que se calcule por contactos útiles, sino una que sostenga lo invisible cuando todo se mueve.
Años atrás, durante mi MBA, un profesor nos animaba a mapear nuestras redes de apoyo. Nos hablaba del capital relacional como si fuera un activo que había que rentabilizar. Incluso propuso que incluyéramos a familiares según el “valor estratégico” que podían ofrecernos.
Yo escuchaba eso y algo en mí se resistía. Porque si bien siempre he tenido facilidad para conectar con otros, nunca lo hice con un fin utilitario. Para mí, construir lazos es algo natural, vital pero no planificado. Lo entendí mejor mucho después, cuando esas redes que no buscaban retorno fueron las que me sostuvieron en momentos muy oscuros. Como cuando perdí a un ser querido y supe -sin dudar- a qué amigos podía llamar o escribir a cualquier hora. Algunos vivían a miles de kilómetros. Otras acababan de llegar a mi vida, pero estaban y bastaba su presencia para recordarme que no estaba sola.
Las amistades no se jerarquizan por frecuencia ni duración. Hay amigos que veo cada semana y otros con los que hablo una vez al año, pero la conexión es igual de profunda. A veces más.
Amistad existencial: presencia sin pose
Claro que existen relaciones valiosas basadas en proyectos, intereses comunes o trayectos compartidos. Son las amistades de propósito. Tienen su belleza y su función. Pero hay otras, más raras, que desafían los tiempos, las distancias y hasta las diferencias ideológicas. Esas que no se desgastan aunque pasen meses o años sin hablar. Las que vuelven siempre al mismo lugar sagrado: el afecto mutuo e incondicional.
La filósofa francesa Simone Weil decía algo similar a que “la amistad es atención pura”. Y creo que tenía razón. Una amistad existencial no busca cambiarte, salvarte, ni convencerte de nada. Solo desea estar contigo, con todo lo que eres, incluso (y sobre todo) con lo que no entiendes de ti mismo.
Durante dos años participé en un programa liderado por Fernando Flores. Aquella experiencia -más que formativa- fue transformadora. Me regaló muchas cosas, pero sobre todo me dio una distinción: la de amistad existencial.
Ya antes la había vivido y sentido en forma de lazos profundos, incondicionales, inexplicables. Pero fue allí, en ese espacio de conversaciones esenciales y trascendentales, que pude nombrarla con claridad.
Recuerdo que, de muchos de mis compañeros, no sabía su apellido, su edad, ni dónde vivían. Ignoraba datos de su cotidianidad, pero conocía su alma. Había escuchado sus dolores más íntimos, sus contradicciones, sus anhelos ardientes, su forma de mirar el poder, sus sueños no contados. Y ellos, los míos. Estábamos en contacto con lo que el otro es cuando nadie lo está mirando.
Esa es, para mí, la esencia de una amistad existencial: un lazo que no depende de la biografía o de los intereses comunes, ni de la cercanía física. Es un vínculo de alma a alma, donde lo importante es lo que sostenemos mutuamente en la relación. No siempre coinciden con quienes nos rodean todo el tiempo. A veces, son esos encuentros improbables que cambian el rumbo de nuestra conciencia. Y aunque la tecnología muchas veces nos aleja, aprendí que también puede ser una aliada. La distancia física no impide la profundidad cuando hay interés genuino.
No creo que exista una fórmula para construir este tipo de relación, pero sí he aprendido a reconocer ciertas condiciones fundamentales que la hacen posible:
Intimidad: compartimos inquietudes y crisis existenciales, aprendizajes profundos, sueños y temores. Lo que nos mueve, lo que nos quiebra, lo que nos despierta.
Aceptación: el otro es un legítimo otro, amado tal como es. No lo juzgamos, no queremos corregirlo o ajustarlo. Son justamente las diferencias lo que nutren esta relación.
Cuidado: salimos del yo y entramos en el nosotros. Atesoramos lo compartido, protegemos la vulnerabilidad del otro, y celebramos su luz.
Confianza: cumplimos acuerdos, sostenemos la palabra, somos sinceros y confiables.
Conexión: estamos presentes sin distracción. Escuchamos lo que se dice, pero también lo que no.
Libertad: no hay contrato, ni deber ser. Estamos cuando queremos estar. El compromiso nace del deseo, no de la obligación.
Esto puede estar presente también en nuestras relaciones cercanas -pareja, familia, colegas- cuando se dan las condiciones. Vivir con otros es consustancial a nuestra condición humana. Pero vivir con otros desde esta profundidad, desde la resonancia existencial, es un arte que se cultiva.
Estas amistades no se planifican, pero cuando suceden, marcan. Pueden ser breves o esporádicas, pero que escriben parte de nuestra historia. No necesitan testigos ni etiquetas. Son un refugio. Y a veces, basta una sola para recordarnos que no estamos solos en este mundo veloz, medido y ruidoso. Con los amigos existenciales dejamos de lado la necesidad de ser personajes socialmente atractivos, para dar paso a la versión más auténtica de nosotros mismos.
El alma reconoce sin razón
Hay vínculos que no se explican. Se reconocen. No importa cuánto tiempo haya pasado ni cuánta información sepamos del otro. Basta una conversación corta -a veces, incluso un silencio- para sentir que algo esencial se ha activado. Como si nuestras almas se hubieran saludado en una lengua que el intelecto no entiende.
Hay amistades que se construyen con años, y otras que nacen de un solo gesto. Una palabra justa, una risa compartida. Y de pronto -sin aviso, sin manual o “contexto adecuado”- alguien aparece y algo en nosotros se siente visto.
La amistad, en su versión más profunda, no responde a patrones claros. No se puede predecir, ni replicar, ni medir en frecuencia. Es un acto de reconocimiento: como si una parte de nosotros supiera que puede confiar, sin saber del todo por qué.
El neurocientífico Mariano Sigman y el escritor Jacobo Bergareche lo vivieron en carne propia. Se conocieron como vecinos, compartieron juegos y paseos con sus hijos, hasta que un día decidieron sentarse a conversar “en serio” sobre eso que les estaba pasando: una amistad en proceso de volverse esencial.
Así nació Amistad. Un ensayo compartido, un libro que no pretende definir la amistad, sino explorarla como un terreno fértil de conversación plural. Una conversación con setenta y cinco personas, convocadas a una especie de “banquete platónico” para pensar (y sentir) ese lazo que nos transforma sin reglas ni contrato. ¿Por qué algunas amistades sobreviven a los años y otras no? ¿Cómo se llora la pérdida de un amigo que nunca tuvo “estatus oficial”? ¿Qué tanto de nosotros mismos se construye en ese espejo de afecto que es el otro?
Entre sus reflexiones, una me tocó especialmente: “Un amigo es alguien que ve en ti una grandeza que tú no sabías que tenías.” Me hizo pensar en mis propios vínculos -los antiguos y los recientes, los cotidianos y los fugaces- y en cómo, en más de una ocasión, ha sido esa mirada amorosa la que me recordó mi valor cuando yo lo había olvidado.
Pero no todo en la amistad es presencia. A diferencia del amor romántico o de la familia, la amistad no tiene un marco institucional que la valide o la proteja. A veces, la vida nos “poda” vínculos. No siempre porque haya conflicto. A veces simplemente porque ya no hay resonancia, porque cambiamos. No hay días libres por duelo de amistad. No hay ceremonias cuando se rompe. No hay lenguaje preciso para decir “se acabó” o “te extraño”. Yo que he perdido más de un amigo sé cuánto duele y cómo nadie entiende ese dolor. Perder una amistad es perder también una parte de la propia historia.
Como dice Bergareche: “Las amistades que hemos perdido son parte de nuestra autobiografía emocional. A veces las echamos de menos no solo por lo que nos daban, sino por la versión de nosotros mismos que vivía en ese vínculo”. Ese “otro que fuimos” -en la mirada, en la risa, en la complicidad- también se va. Pero queda la huella. Y quizás también la belleza: fuimos, por un rato, hogar mutuo.
La amistad moldea nuestra identidad. Nos define, nos acompaña, nos ensancha.
Y si en los banquetes platónicos que recrearon Sigman y Bergareche la amistad se tejía entre palabras, en nuestras vidas cotidianas puede florecer incluso en el trabajo, donde tantas veces nos enseñaron a separar lo profesional de lo afectivo. Allí hay un terreno fértil donde puede nacer un vínculo que desafía la lógica funcional. Una amistad inesperada que no se mide por desempeño, pero transforma el clima entero.
La amistad en el trabajo: vínculos que florecen al margen de los deadlines
Durante años me enseñaron que el trabajo era “otro terreno”. Que lo profesional y lo afectivo no debían mezclarse. Que ser cercano restaba objetividad, liderazgo, foco. Pero la experiencia, y los vínculos que de verdad dejaron huella en mi vida profesional, me enseñaron algo distinto: el trabajo no es un lugar donde se suspende lo humano, sino donde puede revelarse con más fuerza.
No me refiero a “usar” las relaciones como estrategia para progresar. Hablo de esos encuentros genuinos que emergen entre reuniones, reportes y espacios donde no hace falta hablar. Personas con las que no solo compartimos objetivos, sino también una parte real de quienes somos. Con quienes se puede trabajar y también llorar.
A veces, los momentos más importantes de la vida laboral no tienen que ver con una promoción, una métrica o un proyecto exitoso. Tienen que ver con lo que ocurre en los márgenes: alguien que se sienta a escucharte cuando estás por quebrarte, alguien que celebra un logro que parecía invisible, alguien que te escribe “¿cómo estás?” y realmente quiere saberlo.
Hay vínculos laborales que se construyen para cumplir un objetivo. Pero hay otros que, sin proponérselo, se convierten en puentes hacia lo esencial. Porque una amistad verdadera no interrumpe el trabajo. Lo vuelve más humano. Nos recuerda que detrás del rol, del correo, del proceso y el indicador, hay una persona que siente.
El psiquiatra e investigador Gianpiero Petriglieri lo ha explorado con profundidad: en un entorno laboral muchas veces dominado por la lógica instrumental y la impersonalidad, la amistad tiene un poder humanizante. Estar con otros como personas, y no solo como roles, transforma no solo cómo trabajamos, sino cómo habitamos ese espacio. Tal como escribió alguna vez el filósofo George Santayana -y Petriglieri retoma-, los amigos son aquellos con quienes podemos ser humanos.
Algunas de las amistades más significativas de mi vida nacieron en contextos laborales. Entre deadlines, cafés apurados y chats fuera de horario. Vínculos que superaban la rivalidad interna y no estaban en la descripción del cargo, pero que fueron la razón por la cual ese trabajo tuvo mucho más sentido.
Claro que mostrarse también tiene un riesgo. En ambientes donde se valora más la competencia que la conexión, abrir el corazón puede ser visto como una debilidad. Pero si algo he aprendido es que la vulnerabilidad no resta profesionalismo. Lo potencia. Porque cuando dejamos de actuar papeles y nos permitimos estar con otros desde lo real, cambia la manera en que colaboramos, lideramos, creamos. Y entonces, el trabajo deja de ser solo tarea… y se vuelve encuentro.
Como escuché una vez, “la cultura de una organización no se mide por sus discursos, sino por lo que sucede cuando alguien está en crisis.” En ese momento, cuando no solo aparece un colega, sino un amigo, todo cambia. Porque no se trata solo de trabajar con otros, sino de ser con otros. Y en ese “ser con”, lo profesional se vuelve profundamente humano.
Manual mínimo de amistad verdadera
En un mundo que premia la velocidad, la eficiencia y el networking estratégico, cultivar vínculos sin propósito puede parecer un lujo. Las amistades verdaderas no se planifican… pero se cuidan. No requieren mantenimiento constante, pero sí presencia atenta. No se construyen desde la obligación, aunque sí desde una intención: la de hacer espacio para lo que importa, incluso cuando la rutina aprieta.
No tengo recetas, pero sí algunas prácticas -vividas, probadas, fallidas y reaprendidas- que me han ayudado a cuidar lo invisible:
· Cuidar sin exigir. No esperar que el otro esté siempre disponible, pero sí hacerle saber que nosotros lo estamos.
· Estar disponible sin invadir. Hacer espacio, sin asfixiar.
· Decir lo que sentimos. La gratitud no expresada a tiempo, a veces, se convierte en deuda emocional. Nunca es tarde para decir: “Gracias por estar.”
· Nombrar lo valioso. Decirlo en voz alta. Enviar un mensaje sin motivo. Dejar un audio que abrace. No esperar a que sea tarde.
· Hacer tiempo sin agenda. No para hablar de algo “importante”, sino para simplemente estar. Una llamada breve. Un café sin tema. Un paseo sin propósito.
· Escuchar con el alma. No para dar respuestas, sino para alojar. Estar sin distraerse.
· Honrar los silencios. Acompañar desde la presencia. Ser ese “estoy acá” aunque no haya palabras.
· Recordar momentos compartidos. Una anécdota, una frase, una foto. Reavivar la memoria emocional que nos une.
· Aceptar los ciclos. Algunas amistades se transforman. Otras se apagan sin culpa. Lo importante es haber estado.
· No dramatizar el conflicto. Incluso en los vínculos más profundos puede haber quiebres. El perdón -no como acto heroico, sino como acto de amor cotidiano- también es cuidado.
· Pedir ayuda. Confiar nuestra vulnerabilidad al otro es una forma de reconocer el vínculo.
· Honrar también lo breve. Porque hay amistades que duran un café… y dejan una huella para siempre.
Estas prácticas no son fórmulas. Tal vez la verdadera pregunta no sea solo cómo se cultiva una amistad, sino qué estoy dispuesta a poner en pausa para hacerle lugar.
¿Y si lo más valioso en nuestras vidas fuera precisamente aquello que no sirve para nada?
Este texto nació como agradecimiento y acto de memoria. Quiero seguir defendiendo lo que no se mide y hacer espacio -en mi vida y en mi trabajo- para esas amistades inútiles. Gracias a quienes han sido eso para mí. Gracias a quienes están siéndolo y también a quienes, sin saberlo aún, están por serlo.
Creo que uno de los mayores privilegios de la vida es tener a alguien que nos acompañe no por lo que hacemos, ni por lo que representamos, sino por lo que somos. Con nuestras luces y nuestras sombras.
Una amistad inútil puede ser, justamente por eso, la que más sentido da a nuestra existencia.
“¿Para qué sirve un amigo?”, me preguntó un alumno una vez. Le respondí con una sonrisa: “Para que la vida no duela tanto, incluso cuando duele.”
Gracias por existir y existir para mí.
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