Apartheid Organizacional
Una conversacion sobre la edad del descarte
La frontera que nadie quiere mirar
Estoy en mis cincuenta. De hecho, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta. Y estoy en mi mejor momento. Más lúcida. Más presente. Más entrenada para sostener tensiones, leer contextos y anticipar escenarios. He acompañado a cientos de líderes, equipos y personas en transición y sé reconocer cuando la experiencia comienza a destilarse en sabiduría. Lo siento en mí, y lo veo en otros.
Etariamente, pertenezco al grupo del que quiero hablar en este artículo, pero hay una distinción importante: soy autónoma, por ende, no he vivido en primera persona esa sensación de “descarte” que tantos profesionales empleados me han confiado. Mi vulnerabilidad no viene de una nómina que podría desaparecer, sino de un sistema que no está diseñado para vidas longevas ni carreras extendidas.
Quizá por eso mi mirada no nace de la victimización, sino de la observación, la escucha, y de un lugar que para mí ya se ha vuelto habitual: la frontera.
Viviendo en España, he visto algo que me inquieta profundamente: profesionales brillantes- entre los 50 y 60 años- con décadas de aportes, desplazados con una delicadeza que duele más que el despido directo. Apartados sin explicaciones, reemplazados sin transición, invisibilizados con silencios que todos sienten pero nadie admite.
He oído, una y otra vez, la misma escena: personas que forman parte del talento más experimentado del país y que, sin embargo, sienten que “ya no encajan”. No porque hayan dejado de aportar, sino porque el sistema laboral no sabe qué hacer con ellos.
Lo llamo apartheid organizacional. No porque exista una ley explícita, sino precisamente porque no la hay. Opera en lo tácito, en lo sutil, en los filtros que no figuran en ninguna estadística. Por ejemplo, muchos headhunters reciben instrucciones no escritas “no nos traigas candidatos mayores de 45”.
No conozco un indicador oficial que mida el edadismo laboral en España, pero quienes trabajamos cerca de las personas sabemos que el silencio estadístico también es una forma de discriminación. Aunque no se mida, existe y duele.
Este artículo nace de ese borde incómodo. De ese lugar donde no tengo respuestas acabadas, pero sí la sensación clara de que estamos frente a una conversación de frontera, una que marca el tránsito entre una era que se acaba y otra que aún no sabemos cómo construir.
El nuevo mapa de la vida: 100 años de existencia, 60 de carrera
España es uno de los países con mayor longevidad del mundo. La esperanza de vida actual ronda los 84 años (más de 86 para las mujeres). Más que un dato demográfico, es un cambio civilizatorio. Para quienes hoy tenemos más de cincuenta, la matemática es clara: probablemente viviremos 25 o 30 años más. Y aquí aparece la primera gran fractura entre demografía y realidad laboral: vivimos vidas de 90, pero muchas carreras terminan antes de los 60.
Ni siquiera estamos ante el modelo antiguo de jubilación a los 65, sino ante expulsiones tempranas disfrazadas de reorganización, transición, automatización o “cambio generacional”. Un desacople profundo entre la biología y el sistema laboral. Entre lo que somos y lo que las estructuras aún no saben sostener.
Esto se vuelve especialmente evidente cuando miramos la longevidad real, no idealizada. Pienso, por ejemplo en Odilia -mi primera coach y hoy amiga del alma- una mujer brillante, lúcida, talentosa, con una sabiduría que ningún máster enseña. Su energía ya no es la de alguien veinte años menor -y es natural-, pero su capacidad de comprender, orientar y aportar sentido sigue siendo inmensa. Sin embargo, veo cómo, a pesar de ese valor, su presencia en el mercado se vuelve más frágil, condicionada y dependiente de variables superficiales. No porque haya dejado de aportar, sino porque el sistema no sabe cómo integrar el talento que madura.
Esto revela algo que no queremos mirar. El mercado laboral no está preparado para la longevidad, así como tampoco lo está la estructura económica, los modelos de carrera, ni las culturas organizacionales.
Las preguntas que abren la conversación de frontera son: ¿Cómo se vive treinta años después del “fin” de una carrera? ¿Con qué estructura emocional, social, económica y profesional? ¿Quién acompaña ese tramo? ¿Y qué hacemos, como sociedad, con el talento que aún tiene tanto que aportar?
Es un desafío de civilización. Uno que exige nuevas preguntas, nuevos modelos y una nueva manera de imaginar la vida laboral en un mundo donde vivir noventa años será lo normal para nuestros hijos… y para muchos de nosotros.
Economía plateada: oportunidad… ¿para quién?
Europa envejece. España, especialmente, envejece rápido. Las nuevas generaciones cada vez tienen menos interés en tener hijos y las calles se llenan de parejas con mascotas. Las personas de más de 50 años se están convirtiendo en la “nueva mayoría silenciosa”. Sin embargo, la narrativa laboral dominante sigue siendo la juventud como valor, la edad como riesgo, la experiencia como carga.
En los últimos años se ha puesto de moda hablar de la economía plateada. Consultoras, gobiernos y foros económicos la presentan como una de las grandes oportunidades del siglo XXI: personas que vivirán más tiempo, tendrán nuevas necesidades y consumirán bienes y servicios durante décadas.
Todo eso es cierto. La economía plateada mueve miles de millones, abre industrias completas y redefine modelos de salud, ocio, vivienda y ciudad. Pero hay una paradoja que rara vez se nombra: la economía celebra a quienes viven más, mientras el mercado laboral las expulsa.
La pregunta entonces no es si la economía plateada existe, sino para quién es realmente esa oportunidad. ¿Para quienes tienen patrimonio? ¿Para quienes pueden invertir en bienestar, salud, formación, tecnología y nuevos estilos de vida?
¿Y qué ocurre con la enorme mayoría de personas entre 55 y 70 años que no cuentan con ahorro suficiente para sostener tres décadas sin trabajar?
Porque esa es la otra verdad incómoda. Las cifras de ahorro personal en España no son halagadoras, las pensiones no alcanzan para cubrir períodos de retiro prolongados, una parte significativa de la población sigue dependiendo del empleo como principal fuente de ingresos bien entrada la madurez, y muchos autónomos -como tú, como yo, como tantos- vivimos entre la vocación y la vulnerabilidad. No se trata de alarmismo, sino de realidad.
La economía plateada existe, sí. Pero su promesa está construida sobre un supuesto que no es universal: que todas las personas mayores podrán costear una vida compatible con la longevidad.
Y no, no todas podrán. No en España. No en América Latina. No en un mercado laboral que margina a quienes superan los 55. No en un sistema de pensiones tensionado. No en una sociedad donde la longevidad llegó antes que las estructuras para sostenerla.
Esto nos deja frente a una pregunta molesta, pero ineludible:
¿Qué sentido tiene hablar de longevidad si expulsamos a quienes necesitan, quieren y pueden seguir contribuyendo?
El edadismo, en este contexto, deja de ser solo un problema organizacional. Se convierte en un problema de sostenibilidad social.
Si se excluye sistemáticamente a quienes tienen más de 50 o 55 años, la pregunta ya no es solo empresarial, sino colectiva: ¿quién sostiene el sistema?, ¿cómo se financia el bienestar?, ¿qué ocurre con la desigualdad?, ¿qué pasa con la cohesión intergeneracional?
Europa se enorgullece de su longevidad. Pero, culturalmente, aún no termina de comprenderla. Y, organizacionalmente, no la está gestionando.
La economía plateada puede ser una oportunidad inmensa solo si incluye a quienes la van a protagonizar. Si no, será una economía para unos pocos… y una fuente de vulnerabilidad para millones.
Edadismo: el descarte elegante del talento senior
El descarte rara vez es brutal. No suele llegar en forma de despido abrupto ni de confrontación abierta. Llega de manera más sofisticada: como silencio, como desplazamiento progresivo, como pérdida de centralidad. Es un descarte elegante.
Personas con décadas de experiencia dejan de ser convocadas a conversaciones estratégicas. Proyectos relevantes cambian de manos sin explicación. La agenda se vacía lentamente. No hay conflicto explícito, pero el mensaje es claro: ya no eres parte del futuro.
No hablamos de falta de talento ni de obsolescencia profesional. Hablamos de edadismo: una forma de exclusión silenciosa que opera sin leyes, sin indicadores visibles y sin responsables claros. Una exclusión que no se anuncia, pero se siente.
Lo más grave no es solo lo que les ocurre a las personas que quedan fuera. Lo verdaderamente crítico es lo que las organizaciones y la sociedad pierden cuando hacen esto.
Cuando se descarta talento senior, además de experiencia acumulada, se pierde:
· criterio en contextos complejos;
· lectura histórica de decisiones pasadas y de sus consecuencias;
· capacidad de sostener tensión sin reaccionar desde el miedo o la urgencia;
· memoria organizacional, esa que no está en los manuales ni en los sistemas, pero que sostiene la continuidad;
· mentoría informal, la que ocurre en pasillos, cafés y conversaciones no programadas;
· ética práctica, la que se construye habiendo visto errores, excesos y ciclos repetirse.
Porque hay algo que ni la tecnología, ni los algoritmos, ni los nuevos modelos operativos pueden producir por sí mismos: criterio. El criterio, no se acelera ni se improvisa, es la destilación del tiempo vivido.
En un mundo obsesionado con la agilidad y la velocidad, hemos confundido ir rápido con decidir mejor. Y esa confusión tiene un costo alto cuando la complejidad aumenta y las decisiones dejan de ser evidentes. Nada de esto aparece en los organigramas ni se mide en los KPIs. Y, sin embargo, sostiene a las organizaciones cuando el entorno se vuelve incierto.
He visto equipos jóvenes, brillantes y altamente preparados técnicamente, desbordarse ante decisiones complejas por falta de referentes. He visto organizaciones “renovadas” perder reputación, coherencia y sentido sin entender por qué. He visto errores estratégicos repetirse porque ya no quedaba nadie que recordara cómo -y por qué- habían ocurrido antes.
En contextos de crisis, incertidumbre o desorden, la experiencia no es un accesorio: es un ancla. El talento senior funciona como amortiguador sistémico, sosteniendo a personas, equipos y decisiones cuando el mundo se desordena.
El problema no es que la juventud no tenga talento -lo tiene: fresco, creativo, valiente, expansivo-, ni que las personas mayores no se adapten. El verdadero problema es que no hemos diseñado organizaciones donde juventud y experiencia convivan, colaboren y se potencien mutuamente. En ese vacío están renunciando a capacidades que aún no saben nombrar.
Sin diversidad generacional, no hay diversidad real. Entonces, ¿cómo diseñamos organizaciones donde la experiencia no compita con la innovación, sino que la amplifique?
El apartheid organizacional produce una separación real entre quienes siguen siendo considerados valiosos y quienes, sin haber perdido capacidades, dejan de contar.
Más que personas, lo que estamos perdiendo es inteligencia colectiva madura, debilitando la capacidad para pensar a largo plazo, sostener complejidad y actuar con responsabilidad histórica.
En un mundo cada vez más acelerado, incierto y tecnológico, descartar este talento no es solo injusto. Es profundamente ineficiente.
Y esta pérdida silenciosa, elegante y normalizada, es uno de los costos ocultos más altos del edadismo contemporáneo.
Diseñar para la longevidad: qué podemos hacer distintor
Llegados a este punto, la conversación deja de ser descriptiva y se vuelve inevitablemente propositiva. En sociedades donde la longevidad se expande y las carreras se alargan, la pregunta ya no es solo cómo evitar el edadismo, sino algo mucho más profundo:
¿Cómo diseñamos organizaciones donde convivan, colaboren y se complementen personas de 30, 50, 70 y 80 años? No como excepción, sino como diseño consciente.
Responder a esta pregunta exige ampliar la mirada. No se trata únicamente de retener talento senior dentro de estructuras tradicionales, sino de repensar radicalmente cómo, cuándo y desde dónde ese talento puede seguir aportando valor. No por nostalgia, sino por lucidez estratégica en un mundo crecientemente complejo, acelerado e incierto.
Las organizaciones que se adelanten a esta conversación tendrán una ventaja real. No porque sean más “inclusivas”, sino porque serán más completas. Para ello, necesitan empezar a ver el talento no como edad, rol o contrato, sino como capacidad situada: criterio, lectura sistémica, madurez emocional, memoria institucional.
Esto implica dejar atrás modelos lineales de carrera y abrir trayectorias más amplias: con pausas, retornos, reinvenciones, transiciones graduales y etapas senior con sentido. Implica también crear espacios reales -no simbólicos- donde la experiencia tenga centralidad: como mentoría, asesoría, participación en decisiones complejas, transferencia consciente de criterio y cultura.
Diseñar equipos verdaderamente intergeneracionales no es dejar que “convivan” por azar, sino hacerlo deliberadamente: combinando energía y profundidad, innovación y responsabilidad, velocidad y conciencia. Cuando eso ocurre, la juventud no compite con la experiencia; se potencia con ella.
Las organizaciones que logren esto no solo serán más inclusivas. Serán más resilientes, más lúcidas y más preparadas para la complejidad. Y este no es solo un desafío empresarial: es un desafío colectivo. Como sociedad, necesitamos repensar la relación entre jubilación y longevidad activa, habilitar marcos flexibles de contribución profesional en etapas avanzadas de la vida y cambiar una narrativa cultural que sigue asociando edad con declive.
Reconocer el talento senior como un bien común, no como un problema a gestionar.
En sociedades longevas, excluir a quienes aún pueden y quieren contribuir no es sostenible, ni económica, ni social, ni humanamente.
Las decisiones que tomemos hoy sobre el talento senior definirán el mundo laboral que heredarán las generaciones que vienen.
La diversidad generacional es hoy el gran punto ciego del discurso moderno sobre inclusión. Y, al mismo tiempo, puede ser la llave para construir organizaciones y sociedades capaces de sostener el futuro que se nos viene encima.
Porque lo que está en juego no es solo la igualdad. Es la arquitectura misma del trabajo en un mundo donde vivir más será la norma.
El edadismo no es un problema de talento individual. Es un problema estructural y civilizatorio.
Las sociedades que han perdurado no fueron las que glorificaron la juventud eterna, sino aquellas que supieron reconocer el tiempo vivido como un activo colectivo. En un mundo que se acelera sin pausas, la experiencia no es un freno: es el punto de estabilidad que permite avanzar sin perder humanidad.
Una empresa sin diversidad generacional no es diversa; es incompleta. Y una sociedad que descarta a sus mayores no envejece: se empobrece.
No tengo aún las respuestas, pero sí la certeza de que el futuro del liderazgo -y el de las sociedades longevas- dependerá, en buena medida, de nuestra capacidad para reintegrar lo que hoy estamos dejando ir sin darnos cuenta.
Y esa, sin duda, es una conversación de frontera.
Consultoría de cabecera
Un abordaje integral y a medida para la transformación organizacional