Protopía. El arte de diseñar futuros amables

 

“El futuro no es lo que va a pasar, sino lo que vamos a hacer”. Jorge Luis Borges

Cuando era niña solía ser muy introvertida y reflexiva. Me encantaba inventarme personajes y alter egos de la que sería yo en el futuro. A veces era una escritora, otras una arqueóloga. Me preguntaba con insistencia quién y qué sería cuando fuera grande.

Con los años, aquellas preguntas infantiles se volvieron más complejas. Empecé a preguntarme no sólo por mí, sino por el mundo. ¿Hacia dónde va todo esto? ¿Qué sentido tiene lo que hacemos? ¿Cómo será la vida dentro de veinte, cincuenta, cien años?

Ya en la adultez, la pregunta se transformó una vez más: ¿para qué he venido al mundo?

Y es curioso cómo, incluso hoy, esas interrogantes siguen vivas. Aquella niña que soñaba e imaginaba el mañana aún vive en mí, pero ahora sé que el futuro no es algo que se adivina, ni que se espera. Es algo que se decide, se diseña y se construye.

Nuestra relación con el futuro

Desde la antigüedad, los humanos hemos mirado al cielo buscando señales. Leíamos las estrellas, seguíamos el curso de los astros, preguntábamos a los dioses o a los oráculos qué nos deparaba el destino. Queríamos saber si vendrían tiempos de cosecha o de guerra, si el amor tocaría nuestra puerta, si seríamos recordados. El futuro nos fascinaba… y nos atemorizaba. Y aunque ya no encendamos fuegos en las colinas ni consultemos los designios de Delfos, seguimos haciendo preguntas parecidas: ¿Qué me espera? ¿A dónde va el mundo? ¿Y qué lugar me corresponde en él?

Cuando pienso en nuestra relación con el futuro, me doy cuenta de cuán atrapados estamos, a veces, entre la nostalgia de lo que fue y la ansiedad de lo que podría venir. Como si estuviéramos siempre un paso detrás del pasado y uno antes del porvenir.

Para mí, la verdadera pregunta, antes que “¿qué vendrá?”, es “¿qué estoy construyendo?”. Si bien es cierto que vivimos en mundos de emergencias y contingencias que no dependen de nosotros, tal vez el futuro no sea un guión escrito por fuerzas externas, sino algo maleable.

No hay destino fijo. Sólo dirección, intención y presencia para hacer de nuestra vida una obra de arte que vamos esculpiendo con cada elección cotidiana, con cada acto de amor, de coraje, de consciencia. El futuro no es un sitio lejano: es un estar siendo.

Protopía: una brújula para el diseño de futuros

He pasado buena parte de mi vida acompañando procesos profundos de cambio, tanto personales como organizacionales: líderes que buscan nuevos sentidos, equipos que desean transformarse, individuos que atraviesan umbrales personales o profesionales. En todas esas conversaciones, siempre aparece una pregunta, explícita o latente: ¿qué futuro quiero habitar?

Hablar del futuro no es fácil. Nos cuesta porque no lo vemos y sentimos que no lo controlamos. En algún lugar aprendimos que es una amenaza o una promesa lejana. Rara vez lo vemos como una responsabilidad presente.

Cuando pensamos en el futuro, muchas veces oscilamos en dos extremos: o lo idealizamos en una utopía inalcanzable o lo tememos como una distopía inevitable. Entre el miedo paralizante y la promesa imposible. Entre el “todo está perdido” y el “todo será perfecto cuando…”. Pero, ¿y si existiera otra forma de mirarlo? Una tercera vía. Un camino más humilde, más real, más poderoso que no parta ni del deseo ingenuo ni del temor. Una que abrace la imperfección y, aun así, nos impulse a mejorar un poco cada día. Eso es la protopía.

Este término, acuñado por Kevin Kelly, cofundador de Wired, describe el porvenir como una evolución posible, imperfecta y constante del mundo. Un lugar que no es perfecto ni ideal, pero que es mejor que ayer. Un futuro construido paso a paso, donde cada avance, por pequeño que parezca, contribuye a una mejora continua y significativa. Algo así como ese jardín que florece porque alguien lo riega todos los días, aunque haya días de lluvia o de heladas. Es una mejora incremental, pequeña pero persistente.

Eutopía: imaginar un buen lugar

Avanzar no es suficiente. El hacia dónde también importa.

Eutopía  ese “buen lugar” posible que no es un sueño irreal, sino una visión compartida de lo que podríamos llegar a ser. No se trata de soñar con un paraíso lejano, de grandes planes estratégicos con KPIs inamovibles, sino de comprometernos desde la acción en el presente con un mundo más habitable, más justo, más bello, más humano, más consciente. Una organización con propósito, donde la integridad no es opcional, sino un principio rector.

El buen lugar no está en otro país, en otra era o en otra empresa. Ese ideal alcanzable y realista empieza en cómo tratamos hoy a quien está frente a nosotros. En cómo escuchamos, lideramos, diseñamos, enseñamos, confiamos.

Crear una eutopía posible exige muchas protopías sostenidas. Demanda líderes que habiten el presente sin resignarse, y que sostengan el futuro sin huir del ahora.

La eutopía inspira, la protopía construye.

Antifragilidad y esperanza activa

Vivimos tiempos de aceleración, transición, de ruptura y reinvención. Tiempos que nos desafían a mirar más allá del miedo. En muchos espacios escucho una especie de agotamiento esperanzado, una sensación de que todo está por rehacerse, pero nadie sabe muy bien cómo.

En ese contexto, la esperanza puede parecer un gesto ingenuo, pero no lo es. La esperanza no es un lujo, es una responsabilidad. Pero no hablo de la esperanza pasiva de quien espera que “algo” cambie, sino de la esperanza activa, esa que nos invita a movernos, a imaginar futuros posibles y a ponernos manos a la obra.

En El espíritu de la esperanza, el filósofo Byung-Chul Han nos ofrece una mirada poderosa: la esperanza como una fuerza suave y silenciosa, profundamente subversiva en tiempos de aceleración y agotamiento. La verdadera esperanza no exige garantías. No es una apuesta segura, ni una ilusión rosa. Es una espera activa, paciente, sin la presión por los resultados inmediatos. Es el acto radical de abrirnos a lo inesperado, incluso cuando el presente se vuelve árido. Frente al culto a la productividad y la positividad forzada, la esperanza aparece como una forma de rebeldía amorosa frente a la desesperanza.

Cualquier intento de diseñar el futuro viene acompañado de caos, ambigüedad y vulnerabilidad.  Ser antifrágil es la capacidad de crecer gracias a la dificultad. Que las crisis no nos rompan, sino que nos reconfiguren como personas más sabias, creativas y lúcidas. Nassim Taleb define lo antifrágil como aquello que no sólo resiste el caos, sino que crece gracias a él. Así como los músculos se fortalecen al romperse un poco con el esfuerzo, nuestras capacidades se expanden cuando nos atrevemos a atravesar la incomodidad del cambio.

Como el loto que florece en el lodo. La antifragilidad, cuando se cultiva, nos prepara para no esperar tiempos perfectos, sino hacer del presente un terreno fértil. no se trata de evitar el dolor, sino de aprender a danzar con él.

Desde esa mirada, la esperanza y la antifragilidad son una invitación a abrazar la incertidumbre como parte de la aventura de la vida y un espacio para la posibilidad.

Protopía, eutopía, esperanza y antifragilidad se abrazan en un ejercicio de confianza en que lo que hacemos, aunque parezca pequeño, importa. Es la fe cotidiana de quienes siembran sin certezas, pero con profundo sentido. Una forma más humana, más vivencial de pensar el futuro: diseñarlo como se diseña una vida, con intención, con escucha, con coraje y con amor.

Prospección: imaginar futuros posibles

No existe tal cosa como “un futuro” o destino. Durante mucho tiempo, cuando se hablaba del futuro en contextos organizacionales o estratégicos, se lo hacía desde la lógica de la predicción: identificar tendencias, calcular probabilidades, proyectar escenarios. Pero el mundo ha cambiado. Hoy, lo que necesitamos no es predecir el futuro, sino prepararnos para múltiples futuros posibles. Y más aún: diseñarlos desde el deseo, no desde el miedo.

En el mundo de la estrategia se habla de prospección como práctica transformadora para referirse al ejercicio de anticipar, imaginar y explorar, de manera deliberada, generativa y comprometida, futuros posibles. No para adivinarlos, sino para ampliar el campo de lo posible, prepararnos mejor y expandir nuestros márgenes de acción, para dejar de reaccionar y comenzar a actuar desde la intención.

Hacer prospección no es una tarea técnica, es un acto profundamente humano que haga posible sostener conversaciones y preguntarnos:

  • ¿Qué futuros deseamos?

  • ¿Qué señales del presente anuncian futuros emergentes?

  • ¿Qué patrones podemos romper para abrir nuevas posibilidades?

  • ¿Qué futuro estamos dispuestos a construir, aunque sepamos que nunca será perfecto?

Cuando acompaño procesos de liderazgo o transformación organizacional, uso la prospección no como un ejercicio académico, sino como una práctica de consciencia. Prototipar futuros eutópicos y “protopianos” requiere sensibilidad, imaginación, sentido de comunidad y un liderazgo dispuesto a crear mundos a los que valga la pena pertenecer.

Mientras la prospección nos da el mapa de posibilidades, la protopía nos recuerda que el futuro no es un destino ideal, sino una mejora continua, un proceso vivo y perfectible. Es el norte imperfecto hacia el cual podemos orientar nuestras decisiones hoy. Es la versión del futuro a la que podemos pertenecer con dignidad.

 

Presencia radical: el único tiempo que existe es el hoy

Imaginar escenarios no es sólo proyectar tendencias, es cultivar presencia. Porque no hay diseño de futuro sin compromiso con el presente. Hay una verdad simple y contundente que aprendí gracias a la práctica de la meditación zen: el único tiempo real que existe es el ahora. El pasado ya ocurrió, y aunque podemos -y debemos- visitarlo, solo tiene sentido hacerlo si es para aprender. No para culparnos, lamentarnos o idealizar lo que fue.

El futuro, por su parte, es una gran referencia. Una inspiración. Pero no vive allá adelante, sino en lo que hago hoy para acercarlo. Cada elección cotidiana -desde cómo escucho, qué y con quién converso, qué acción tomo, qué emoción cultivo- es una semilla que puede hacer que ese futuro deseado florezca.

Suelo preguntarme cada mañana ¿Quién quiero ser hoy para acercarme al futuro que anhelo para mí? Esa pregunta me permite elegir desde la intención, no desde la inercia. Aceptar lo que no puedo controlar, pero actuar con firmeza en todo lo que sí depende de mí, me da poder. Vivir desde la aceptación y la presencia radical no es resignarse, es intervenir con coraje en la realidad para que el mañana no se nos imponga, sino que lo vayamos construyendo desde nuestras decisiones más honestas.

 

Liderar desde la creación de mundos

Diseñar futuros no es una tarea individual, sino colectiva. Necesitamos líderes poetas del cambio, sembradores de sentido. Personas capaces de construir relatos que ilusionen, prácticas que sostengan y culturas que inspiren.

En mi libro Agilidad zen me refiero al liderazgo como la capacidad de coinventar mundos con otros a los que queramos pertenecer, y hacernos cargo de lo que hay que hacer para que sean posibles. Liderar no es tener la razón, imponer una visión ni convencer, es invitar a cocrear un horizonte. Es sostener un horizonte eutópico: valores, propósito, dignidad.

Liderar es también resistir la tentación del todo o nada. No esperar a tener todas las condiciones ideales para actuar, pero tampoco conformarse con la inercia. Es moverse con dirección, sin ansiedad. Con humildad y coraje.

Un líder “protopiano” no promete un mañana perfecto. Ofrece un compromiso diario con lo posible, convicción de que vale la pena intentarlo, confianza en que el futuro se puede diseñar con manos humanas, palabras sinceras y decisiones coherentes.

Construir un futuro eutópico y “protopiano” no requiere grandes gestas, sino compromisos cotidianos: una conversación valiente, un límite puesto con ternura, una decisión alineada con el propósito. Esos gestos, aparentemente pequeños, son los ladrillos con los que se edifica un mundo distinto. El llamado no es a cambiar el mundo de una vez sino ser, con nuestros actos, ese cambio que queremos ver.

Una invitación urgente y amorosa

Hay poder en lo pequeño. No hay transformación organizacional sin transformación cotidiana. Cambiar una reunión, un proceso, una relación, sí cuenta. Confiar en que cada conversación, cada acto de valentía, cada aprendizaje compartido, es una semilla de protopía.

No podemos seguir dejando el futuro en manos del azar o del miedo. Aunque no tengamos una bola de cristal que nos permita saber cómo serán los tiempos venidero, podemos empezar a construirlos. Basta con imaginar una versión ligeramente mejor del presente y comprometernos con ella. Tenemos la capacidad, y también la responsabilidad, de inventarlo, de narrarlo y de crearlo.

Tal vez no podamos prometer futuros brillantes, pero sí podemos comprometernos con un presente significativo que, paso a paso, los haga posibles.

Sólo hace falta coraje, propósito y comunidad.

Consultoría de cabecera

Un abordaje integral y a medida para la transformación organizacional

 
Arianna Martínez Fico
Especialista en gestión del cambio y transformación cultural organizacional
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