Bailar con lo distinto. Diversidad, poder y liderazgo para construir un nuevo nosotros
“ La belleza está en el ojo del que sabe mirar” . Proverbio Zen
Recuerdo cuando hace años, en una empresa familiar de la que fui directora, contratamos a joven ejecutivo que venía de hacer una carrera brillante en una importante multinacional. Gerardo se expresaba con una calma y elegancia que contrastaban profundamente con nuestra dinámica conversacional, mucho más espontánea y efusiva. Desde la primera reunión de comité, cuando presentó su estrategia y un plan detallado del área que lideraría, algunos del grupo fruncimos el ceño. “Eso aquí no funcionará, nuestra cultura organizacional es distinta”. Reconozco que fue una reacción más emocional que racional: sentimos su estilo como amenaza cuando era posibilidad. Antes de los seis meses Gerardo fue desvinculado porque no había “encaje laboral” con la organización.
No era una cuestión de competencia, sino de diferencia. Y no supimos qué hacer con ella.
La diversidad es una de las mayores fuentes de creatividad, aprendizaje y expansión que tenemos a nuestro alcance. No me refiero sólo a género, cultura o capacidades. Hablo de cosmovisiones, formas de ver y habitar el mundo distintas a la nuestra. Hablo de incluir no sólo al otro, sino a lo otro
Mi invitación es a explorar la diversidad e inclusión desde un lugar más humano y estratégico. Como una forma de liderazgo consciente antes que una política u obligación.
Lo diferente nos incomoda
Lo diferente nos confronta. Nos desafía a revisar nuestras certezas más profundas. Nos hace fruncir el ceño, levantar cejas, emitir juicios automáticos. No es casual, nuestros cerebros están diseñados para la sobrevivencia y aquello que no es similar a mí lo veo amenazante. Es lo que se llama el sesgo de similitud o afinidad, la tendencia a buscar personas y patrones conocidos, lo que nos es cómodo y familiar. Pero esa comodidad tiene un precio: el empobrecimiento de nuestras perspectivas.
En el ámbito organizacional esto se manifiesta de muchas formas. Ideas innovadoras desechadas por no “encajar”, estilos de liderazgo vistos como peligrosos o sospechosos, decisiones que se toman desde un marco único de visión. La inclusión se vuelve un discurso sin cuerpo, una promesa que no se encarna.
Liderar desde la diversidad es un acto deliberado y consciente. Nuestra biología tiende a percibir lo distinto como amenaza, como si el otro fuese un posible enemigo. Necesitamos reconfigurar (hackear) nuestra programación natural para dar una respuesta distinta. Reconocer los sesgos inconscientes que todos tenemos y hacernos cargo de ellos. No desde la culpa, sino desde la responsabilidad. Preguntarnos honestamente: ¿Qué voces escucho más? ¿A quién dejo fuera sin darme cuenta? ¿Qué formas de ver el mundo estoy invisibilizando?
La incomodidad puede ser una buena señal: nos indica el umbral de algo nuevo.
Diversidad e inclusión: del dato a la relación transformadora
“Diversidad es que te inviten a la fiesta. Inclusión es que te saquen a bailar”, dijo Verna Myers, consultora de diversidad y actual VP de Inclusion Strategy en Netflix.
Yo añadiría que inclusión real es que además aprendan tus pasos, te enseñen los suyos y juntos inventen una nueva coreografía. Diversidad es estar. La inclusión implica, además, que te hagan parte. Esa es la danza conversacional de la colaboración genuina. No siempre es fácil.
La diversidad puede contarse, está en lo visible. La inclusión se siente en lo vivencial.
A veces, lo que llamamos inclusión se queda en un simple gesto que no genera transformación. Podemos tener una empresa con diversidad en sus datos, y al mismo tiempo, tener una cultura donde solo algunas voces son escuchadas y ciertos estilos y modos de pensar son validados como correctos.
La diversidad está, sobre todo, en variedad de formas de pensar y mirar el mundo, en cómo interpretamos, sentimos y actuamos, en lo que valoramos y elegimos. Está en cómo se toman las decisiones, en quién se atreve a disentir sin miedo, en quién tiene el poder simbólico de definir qué es profesional, valioso, deseable. Se vive en las reuniones, las conversaciones difíciles, en los silencios que permitimos o que interrumpimos, en cómo diseñamos estrategias, políticas, procesos y estilos de liderazgo.
¿Estamos dispuestos a construir con alguien que no piensa como nosotros, que no sigue nuestras lógicas, que trae otras formas de comprender? ¿O esperamos que, en nombre de la alineación, el otro termine pareciéndose a nosotros?
Muchas veces confundimos inclusión con tolerancia o adaptación. Tolerar es apenas soportar lo distinto. Incluir es celebrar lo que el otro trae y construir desde las diferencias. Va más allá de sumar voces, permitir que esas voces influyan, aporten y nos transformen.
Dominancia y subordinación: hacer visible lo invisible
En muchos entornos, aún cuando se habla de inclusión, lo que se espera es que el otro “se adapte”, “se amolde”, “aprenda cómo son las cosas aquí”. La diferencia es tolerada en tanto no cuestione el orden establecido. Como si te invitaran a vivir en una casa que no puedes tocar. Lejos de integrar, seguimos replicando esquemas de exclusión sutil que muchas veces se nos hacen transparentes. Basta con mirar la mayoría de las ciudades y sus sistemas de atención y movilización: están diseñados para las personas sin limitaciones físicas, para la mayoría dominante.
Guillermo Cuéllar, educador mexicano (QEPD) y cofundador del Center for Creative Consciousness en Massachusetts, señalaba que toda relación humana opera, de forma consciente o no, en un núcleo de poder: dominancia y subordinación. ¿Quién valida? ¿Quién se adapta? ¿Quién cede?
Todos, en distintos momentos y contextos, hemos habitado ambos lugares. Si tengo educación universitaria y hablo tres idiomas estoy en un lugar de dominancia en el mundo laboral respecto de quienes son analfabetas o con muy poca educación formal. Pero, en un entorno distinto y con ese mismo nivel profesional, por ejemplo si soy migrante, estoy un posición subordinada en comparación con los nacionales del país. Si soy gerente general tengo dominancia sobre mis colaboradores y -a su vez- me ubico en una posición de subordinación frente a los accionistas, porque esta mirada no es estática ni condenatoria, sino dinámica.
Las lógicas de dominancia no se sostienen sólo por normas expresas. Se encarnan en gestos cotidianos en múltiples niveles:
En lo individual. El dominante habla primero e interrumpe más, define qué se considera “normal”. Mientras que el subordinado calla, adapta su lenguaje, se esfuerza por “encajar”.
En lo colectivo. Algunos estilos o saberes son legitimados (por ejemplo, el técnico sobre el adaptativo). Se reproducen jerarquías invisibles: de clase, género, acento, experiencia. Los equipos se estructuran alrededor de centros de poder no siempre explícitos.
En lo organizacional. Las culturas privilegian ciertos valores (como eficiencia, lógica, racionalidad) y excluyen otros (como intuición, cuidado, emocionalidad). Las políticas de inclusión se quedan en el plano formal, pero no se traducen en prácticas cotidianas. La toma de decisiones se concentra en los mismos perfiles, y la diversidad se “invita” pero no se incorpora en el diseño de espacios para que florezca.
La clave no es culparse, sino tomar consciencia. La invitación es a observarnos: ¿Desde dónde estoy actuando? ¿Qué energía hay detrás de mi forma de expresarme?
Cuando invisibilizamos estas dinámicas, la inclusión se vuelve una expectativa pasiva: “te integro si no me incomodas”. Pero si lo llevamos a un plano de consciencia, se convierte en una práctica activa: crear condiciones para que el otro exista plenamente, incluso si su forma de estar desafía la mía.
Si estoy en posición de dominancia, requiero cultivar lucidez para que mis privilegios no me cieguen ni me hagan sentir que mi forma de ver el mundo es la única posible. Si estoy en posición de subordinación, necesito recordar que esa condición no define mi valor, y que aún desde ahí puedo aportar, brillar, influir y abrir posibilidades.
Nombrar estas dinámicas no es dividir, es iluminar. Es empezar a diseñar vínculos, conversaciones y culturas donde no se trata de quién manda u obedece, sino de cómo nos encontramos para construir algo que ninguno podría lograr por sí solo. La inclusión auténtica sólo es posible cuando esas estructuras de poder, a menudo imperceptibles, se hacen conscientes y se abren al diálogo, porque implica renunciar a ciertos privilegios invisibles, a esa zona de confort simbólica donde lo que yo soy se vuelve lo normal y deseable. Cuando le permitimos a esa persona que hemos invitado a casa que también reorganice los muebles, proponga nuevos rituales, cuestione el color de las paredes.
No se trata de culpas ni de revanchas, sino de poner atención: ¿Desde qué lugar nos vinculamos con lo diferente?
La dominancia sin consciencia genera arrogancia. La subordinación sin consciencia genera resignación. Ambas, vividas conscientemente, pueden volverse fuentes de transformación.
Construir desde la diferencia supone aprender a vivir con lo incómodo, a escuchar sin dominar, a ceder espacios sin perder esencia. Implica, en definitiva, rediseñar el poder como posibilidad compartida. Ahí empieza el liderazgo que transforma.
Liderar para incluir: poder que habilita
Cuenta el relato bíblico que, en los inicios de la humanidad, todos hablaban una misma lengua. Con ese lenguaje común, emprendieron la construcción de una gran torre que alcanzara el cielo. Según la historia, Dios confundió sus lenguas para que no pudieran entenderse y así detuvieran la obra. Desde entonces, cada grupo humano habló su propio idioma y se dispersó por la Tierra.
Tradicionalmente, se ha interpretado como una sanción. Quizás no fue una caída, sino una oportunidad: la de reconstruir el mundo desde múltiples voces, no desde una sola torre.
A veces creemos que para colaborar debemos pensar, hablar y mirar igual. Como si la armonía surgiera de la uniformidad.
Como en una nueva Torre de Babel, aprendemos que la diferencia de lenguajes no es castigo, sino posibilidad de ampliar el mundo. Pero para entendernos, necesitamos bajar del pedestal, mirar a los ojos y construir un idioma común donde quepan muchas formas de decir ‘nosotros’.
En ese nuevo escenario, donde las lenguas se multiplican, emerge una pregunta esencial ¿Cómo liderar en medio de tantas voces distintas?
El liderazgo inclusivo no se basa en el control, sino en la consciencia. En ver lo que está presente, lo que falta y lo que se calla. En vez de “hacerle un espacio al otro”, redefinimos juntos ese espacio: las reglas y los modos de participar. Pasa por mirarnos primero a nosotros mismos: ¿Desde dónde ejerzo mi poder? ¿Qué estilos privilegio, quizás sin darme cuenta?
El biólogo chileno Humberto Maturana decía que amar es aceptar al otro como un legítimo otro. Esto significa que el otro no es legítimo por parecerse a mí, sino por el solo hecho de existir. Esa legitimidad se expresa, sobre todo, en cómo escuchamos. Él hablaba de la escucha colaborativa como esa disposición a dejarnos afectar por lo que el otro trae, no solo a oírlo, sino abrirnos a la posibilidad de que su diferencia me transforme y cambie parcial o totalmente de opinión. Esa es una práctica fundamental del liderazgo inclusivo: escuchar para comprender, no para refutar. Escuchar para aprender, no solo para validar. Se trata, por sobre todo, de un líder servidor.
Como lo expresa Rachel Naomi Remen: Cuando ayudamos, vemos al otro como débil; cuando reparamos, como roto. Pero cuando servimos, lo vemos como un todo. Ayudar y reparar son trabajos del ego. Servir es el trabajo del alma.
Incluir es una decisión que se renueva cada día. Es una práctica relacional que requiere apertura emocional, curiosidad sincera y una gran dosis de humildad. Muchas veces no sabremos qué hacer con lo diferente. Lo importante es sostenernos ahí, en esa incomodidad creativa que precede a los verdaderos encuentros.
Liderar para incluir implica generar contextos donde otras formas de ver el mundo puedan florecer, aunque sean disonantes. Donde nuestras creencias profundas, la relación con los demás y con nosotros mismos, se vean tocadas y transformadas.
El liderazgo inclusivo no es cómodo. Nos confronta, nos expone, nos obliga a ceder control.
Pero es profundamente transformador. Y, sobre todo, es urgente.
Desafíos y obstáculos: lo que impide la inclusión real
Incluir es más que buenas intenciones. Es transformar sistemas, hábitos y narrativas que durante mucho tiempo han operado instintivamente. Y eso implica enfrentar obstáculos, tanto visibles como invisibles.
Miedo a perder control o poder simbólico. Incluir de verdad implica ceder espacio, visibilidad y voz. Para quienes han habitado históricamente los centros de decisión, esto puede sentirse como una amenaza. El miedo no siempre se expresa en palabras, se filtra en gestos: en la interrupción de una idea incómoda, en la defensa de “lo que siempre ha funcionado”, en la necesidad de tener la última palabra.
Inclusión performativa. En ocasiones confundimos políticas con prácticas, discursos con realidades. Se celebran las cifras de diversidad, se publican declaraciones institucionales, pero la experiencia vivida dentro de las organizaciones sigue siendo excluyente. La inclusión no puede ser una vitrina ni una estrategia de marca. Si no se encarna en los vínculos, se vuelve un ritual vacío.
La trampa de la homogeneidad eficiente. A menudo, los equipos valoran la rapidez, la alineación y la acción. Eso lleva a premiar lo conocido, lo predecible, lo que se ajusta al molde. La diversidad, en cambio, trae complejidad, requiere escucha, desacelera ciertas decisiones. Puede parecer “ineficiente” a corto plazo. Pero es precisamente esa disonancia la que abre espacio para lo nuevo.
Culturas que castigan el disenso. Cuando disentir se penaliza, aunque sea sutilmente, las voces diversas se silencian. Se evita lo incómodo para preservar la armonía, pero una “paz” que silencia la diferencia es represión. La inclusión auténtica necesita culturas donde disentir no sea un riesgo, sino una contribución.
Falta de habilidades para sostener la diferencia. Muchos líderes no han sido formados para dialogar con lo distinto. Les falta lenguaje, herramientas, y sobre todo, confianza. ¿Qué hago si alguien me confronta desde otra mirada? ¿Cómo gestiono conversaciones que no domino? Este miedo a lo incómodo puede llevar a evadir, a excluir sin querer, a minimizar lo que no comprendo.
Del mindset a la práctica: caminos para que la inclusión florezca
La inclusión no comienza en las políticas sino en la mirada. En ese instante íntimo y cotidiano donde decidimos ver al otro como legítimo, aun cuando no lo entendamos del todo y su presencia nos descoloque un poco.
El primer paso es interno: revisar nuestras creencias, sesgos, los lentes con los que filtramos el mundo. Cultivar un mindset inclusivo es salir del piloto automático que premia lo familiar y desconfiar del impulso de “tener la razón”. Requiere desarrollar habilidades conversacionales, disposición a la escucha real, humildad para aprender y coraje para transformar.
La intención no basta. Necesitamos traducir ese mindset o set de creencias que se traduzcan en prácticas concretas, tales como:
Diseñar espacios seguros y valientes, donde disentir no solo sea posible, sino valorado como fuente de crecimiento colectivo.
Ampliar los criterios de talento y liderazgo, reconociendo capacidades más allá del currículum tradicional.
Crear rituales y procesos inclusivos, desde cómo se toman decisiones hasta cómo se da retroalimentación.
Revisar constantemente quién tiene voz, quién tiene poder y quién queda fuera del mapa.
Esto no se logra a la primera. Es una práctica cotidiana, imperfecta y profunda. A veces nos equivocaremos. Lo importante es seguir eligiendo la diversidad y preguntarnos permanentemente: ¿quién falta en esta conversación?, ¿qué otras formas de ver podrían enriquecer lo que estamos construyendo?
Cuando la inclusión deja de ser una estrategia y se convierte en una forma de estar, algo poderoso ocurre. Se amplía la inteligencia del sistema. Emergen soluciones que no estaban en ninguna cabeza individual. La diversidad deja de ser un dato para convertirse en fuente viva de innovación, resiliencia y sentido compartido.
Hoy, al mirar atrás, reconozco que en esa sala de reuniones le cerramos la puerta a Gerardo y a la riqueza diferencial que nos ofrecía por el simple hecho de que no se parecía a lo conocido.
La inclusión es una responsabilidad ética, una elección consciente para diseñar un futuro más justo y verdaderamente humano. Empieza cuando dejamos de buscar “gente como uno” y comenzamos a construir con “gente distinta a uno”. Abrazar las diferencias es una forma de ver al otro y de vernos en relación.
No se trata solo de agregar pasos al baile. Es cambiar la música, el ritmo y el modo de bailar juntos.
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