Hermandad: el hilo invisible que no se rompe
“ Usted sabe que puede contar conmigo, no hasta dos o hasta diez, sino contar conmigo” . Mario Benedetti
Hay lazos que no entienden de tiempo ni de distancia. Son como hilos invisibles que el tiempo no deshilacha, ni la muerte consigue romper. Uno de esos hilos me une a Jorge Alberto, mi único hermano y, por siempre, mi hermanito Giorgio.
Compartimos mucho más que una infancia: compartimos una complicidad callada, códigos secretos en la mirada y silencios que decían más que las palabras. Hoy que su cuerpo ya no habita este mundo, siento más que nunca la fuerza de ese vínculo.
Recuerdo una Navidad, cuando siendo aún muy niños, abrimos los regalos bajo el arbolito en casa de mis tíos. Mi primo Miguel, que era mayor que nosotros, nos dijo que el “Niño Jesús” no existía y que quienes realmente ponían los juguetes eran nuestros padres. Giorgio no podía creerlo y se puso a llorar y, aunque yo también sentí el dolor de la ilusión rota, me puse delante de él, como si mi cuerpo pudiera ser un escudo y le grité a mi primo que eso era mentira y él, como siempre, me creyó.
En otra ocasión, recién mudados a un nuevo edificio, unos chicos malos que se aprovechaban de la bondad e inocencia extrema que siempre caracterizó a mi hermano menor, quisieron quitarle su patineta nueva. Yo no sé de dónde saqué la fuerza para pararme frente a ellos y amenazarlos con una botella. Logré que no se la quitaran. Al ser la mayor, siempre sentí que tenía que protegerlo de aquellos que abusaban de lo bueno que era.
La hermandad no es sólo el azar biológico de compartir sangre. Es un pacto silencioso de cuidado. Es saberse parte del mismo mapa emocional, aunque a veces hayamos caminado por rutas tan distintas. Un hermano es el testigo de tu historia, el guardián de tu memoria, el espejo que te recuerda quién eres cuando el mundo intenta hacerte olvidar. Es también el eco de tus llantos infantiles, el que estuvo ahí antes que aprendieras a disimular la risa o esconder las lágrimas.
Donde duele, nace también una forma de amor
Ahora que no está, su ausencia duele como si me hubieran arrancado de cuajo una parte de mí. Es un eco sordo que aparece en los momentos más inesperados. Pero también me habla. Me dice que su vida fue un regalo. Que cada broma, cada abrazo y cada discusión fueron parte del tejido que nos hizo hermanos en el alma, no sólo en la biología.
Y el cuerpo también lo sabe. El duelo no sólo entristece, pesa. Aprieta el pecho, enmudece el estómago, embota la cabeza y te roba el sueño. Hay días en que me ha costado respirar bien. Pero en medio de esa densidad, aparece también un deseo bonito: honrar su vida -antes que quedarme quieta en el dolor- y hacer de su recuerdo una fuerza que honre su paso por este mundo.
He aprendido que el amor verdadero no muere, se transforma. Cuando es profunda, la hermandad trasciende los cuerpos y el tiempo. Vive en una canción que compartíamos, como Thomas O'Malley, de Los Aristogatos, que era nuestra favorita en los largos viajes por carretera que hacíamos con nuestros padres por Venezuela, o el Setoconao del Quinteto Contrapunto que era una forma de decirnos que mi mamá estaba por perder la paciencia. También en las frases que sólo nosotros entendíamos, como “la anchoa” para referirnos a la mala suerte de mi papá. En fin, vive en mi manera de ver el mundo.
¿Quién era él? Jorge para todos, y Giorgio para sus más cercanos, era un niño bello, dulce, curioso, inquieto, en constante movimiento. Le era tan fácil conectar con otros y creer, desde su ternura infantil que nunca perdió, que cualquiera que hablara cinco minutos con él ya era su amigo del alma. Confiaba tanto en la naturaleza amorosa de las personas, que su inocencia rayaba en la ingenuidad infantil.
Era una suerte de Peter Pan con un Robin Hood cotidiano. No era perfecto, era humano. Como todos, cometió errores grandes y pequeños, tuvo sus sombras, sus desaciertos… y aprendió a su manera. Era un ser hermoso, leal, con un corazón tan grande como su cuerpo voluminoso y un don de gente como pocos; generoso, romántico, servicial, inteligente, alegre. Tenía un sentido del humor contagioso, una simpatía sin esfuerzo, y esa cualidad escasa de saber ser feliz con poco.
Vivía los vínculos con una mezcla de inocencia y pasión que desarmaba. Tal vez por eso tanta gente se sintió profundamente vista por él. Estos días he descubierto facetas de mi hermano que me eran desconocidas. Muchas personas me han escrito para contarme el impacto que tuvo en sus vidas la manera total y desprejuiciada de escuchar de Jorge, sus consejos sabios y su capacidad de contención.
Me doy cuenta de cuánto enseñó sin proponérselo: a estar, a sostener, a no rendirse. Su legado no es una obra grandilocuente, sino una forma de estar en el mundo que deja huella. Fue genuino: supo estar, escuchar y cuidar sin pretensión.
Hoy lo honro escribiendo estas palabras, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón apretado pero agradecido. Porque tuve el privilegio de llamarlo hermano. Porque su vida tocó la mía de formas que ni él mismo alcanzó a imaginar. Porque aunque ya no esté, sigo contando con él.
La muerte -inevitable, incomprensible e inesperada- y mi dolor tan profundo me han llevado a buscar sentido más allá de lo visible. A preguntarme qué pasa con el alma de quienes amamos cuando ya no están aquí.
Seguimos unidos en otro plano
Elisabeth Kübler-Ross en La muerte: un amanecer, nos invita a comprender la muerte como un tránsito natural del alma hacia otra forma de existencia. La compara con el proceso de la oruga que se transforma en mariposa: aunque desde fuera parezca el fin, en realidad es una metamorfosis, una liberación hacia un estado más sutil, luminoso, y menos limitado.
Esta visión se complementa con la mirada transpersonal, que entiende que el alma no muere, sino que evoluciona a través de distintos planos de conciencia. En cada tránsito -nacimiento, muerte, pérdidas, encuentros- hay una oportunidad de transformación. El alma no está sujeta al tiempo lineal. Va, vuelve, aprende, recuerda. Y en ese viaje largo, encarnamos para amar, para crecer, para experimentar la separación y luego el regreso.
Recordar que somos almas en tránsito y no cuerpos permanentes, o como decía Teilhard de Chardin seres espirituales viviendo una experiencia humana, me trae alivio.
Cada quien elige cómo narrarse el misterio. No sé si es cierto, pero me gusta pensar que somos polvo de estrellas. Los átomos de nuestros cuerpos -como los de las gente que amamos- fueron forjados en el corazón ardiente de antiguas supernovas. ¿Cómo no pensar que hay algo de eterno en nosotros, si nacimos del universo mismo?
En muchas tradiciones, este tránsito se acompaña con amor y sabiduría. El Bardo Thödol, conocido como El libro tibetano de los muertos, describe la muerte no como un punto final, sino como un viaje entre estados de conciencia. Enseña que el alma atraviesa paisajes internos que reflejan su mente, y que el mayor acto de amor es recordar -incluso en ese tránsito- quiénes somos en esencia: luz, claridad, presencia.
Cuando el alma parte, no hay castigo ni juicio, sino un regreso. Un cruce sereno hacia su esencia más luminosa.
Esta visión me recuerda que incluso en lo invisible, seguimos acompañando. Que lo más profundo de nosotros no se rompe con la muerte, sino que busca su regreso a la fuente.
Contratos de alma
He encontrado consuelo en una idea que me hace mucho sentido: la de los contratos de alma. Según Robert Schwartz, antes de nacer elegimos, junto con otras almas, las experiencias que nos ayudarán a crecer. Elegimos incluso los desafíos, las pérdidas, los reencuentros y las despedidas. Tal vez Giorgio y yo pactamos este vínculo para enseñarnos algo que trasciende lo visible. Tal vez nuestras almas se eligieron desde antes, y se volverán a encontrar.
Hay almas que vienen sólo por un rato, pero dejan una huella que no se borra. Que nos transforman, incluso si su paso por la Tierra nos parece breve. Quiero creer que a veces un alma nos ama tanto que acepta un papel difícil, incluso doloroso, para empujarnos a expandir el corazón. Ese también es un acto de amor.
Y aunque su forma cambia, la conexión permanece. Pensar que su alma sigue viva -más libre y ligera- me trae paz. Me gusta imaginar que ya sabe cosas que yo aún no sé. Que me cuida desde otro plano, sin necesidad de palabras. Que seguimos conectados, como lo estuvimos desde antes, como lo estaremos después.
Quizás el verdadero pacto del alma no era evitar el dolor, sino sostenernos en medio de él.
Contaré contigo siempre Giorgio.
Cuando nade en el mar, cuando mire las estrellas, cuando necesite fuerza, cuando recuerde quiénes fuimos juntos. Porque el amor no termina, sólo se queda quieto, esperando en el alma.
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