Hay belleza en la tristeza
“ Nunca pensé que en la felicidad hubiera tanta tristeza”. Mario Benedetti
Hace días que la tristeza me visita. Se ha instalado sin pedir permiso. No vino como una tormenta. Llegó suave, silenciosa, pero con la fuerza de una brisa tibia que se posa en el alma. La tristeza se me metió en los huesos. Me acompaña al despertar, se sienta conmigo a escribir, me toma la mano en medio de una reunión y me recuerda que hay algo dentro que necesita ser sentido.
Hace poco, perdí a mi hermano. Y con él, a una parte de mi historia. Desde que partió, hay como un eco en mi pecho. No es ruido. Es un espacio nuevo que me invita a mirar hacia adentro. Podría haber seguido como si nada, ser la mujer fuerte que sigue en pie, pero estoy convencida que la fortaleza no es negación, sino presencia. No es mantenerme erguida todo el tiempo, sino atreverme a caer y llorar.
Esta vez he decidido quedarme, mirarla a los ojos con respeto y ternura y decirle: buenos días, tristeza, como la novela de Sagan. Resistirme sólo la haría gritar más fuerte. Y en este momento, más que nunca, necesito estar conmigo.
La tristeza como portal
“La herida es el lugar por donde entra la luz” decía Rumi. Y sí, duele. Pero también abre. Ensancha el pecho. Nos vuelve más humanos, más blandos, más empáticos, más auténticos. Abre la puerta a reconocer el dolor del otro, no desde la lástima, sino desde la resonancia.
He descubierto que la tristeza es una emoción sagrada. No es sólo dolor o debilidad, es profundidad. Habitarla, me ofrece la posibilidad de soltar el ruido del mundo y regresar al centro. Es la emoción del adentro, del recogimiento.
Es puerta de entrada a la interioridad. Cuando me dejo llevar por su marea serena, la tristeza me regresa a lugares que había olvidado. Me muestra mis raíces. Me devuelve la conciencia de mis límites. Me deja en silencio, conectada con el sentido más grande.
La tristeza, cuando es bien vivida, más que paralizarnos, nos pone en pausa. En esa pausa, donde no se nos exige nada, donde no hay que rendir ni demostrar, aparece la sabiduría. No la del hacer, sino la del ser. Esa que tanto necesitamos en este entorno que a veces nos hace correr más y sentir menos.
La función adaptativa de la tristeza
En un mundo que hace culto a la alegría, premia la productividad, la velocidad, la solución inmediata y el logro, hablar de tristeza es casi un acto de rebeldía.
En algún momento me enseñaron que la tristeza era una emoción que debía superar rápido. Que había que poner buena cara, seguir adelante, no quedarse pegada. Pero la vida, siempre sabia, me ha mostrado que no hay apuro posible cuando lo que se está acomodando es el alma.
Cuando algo muere -una persona, una etapa, una versión de nosotros mismos- es la tristeza la que llega a sostener el proceso de transformación. Hace posible recoger los pedazos, nombrar el vacío, reconfigurar prioridades. Es como una especie de sistema de reinicio emocional. Un puente entre lo que fue y lo que está por emerger.
En términos biológicos, incluso, la tristeza cumple su rol: ralentiza nuestras funciones, disminuye la energía disponible para la acción inmediata y nos vuelve más reflexivos. No se trata de un fallo, sino de un mecanismo de autorregulación, de regreso a lo esencial.
Puede nacer del recuerdo, de la ausencia, o simplemente aparecer sin causa aparente, como si el alma necesitara llorar por todo lo que ha sido, lo que no fue y lo que ya no será.
Estoy dándole su lugar sin apresurarla. Me siento con ella como con una vieja amiga, le pregunto qué vino a mostrarme. Algunas veces aparece como nostalgia, como un hilo invisible que une presente y pasado. También como melancolía, esa forma tierna de recordar y agradecer. A veces viene a recordarme lo que amo. Otras, a enseñarme que estoy viva.
La tristeza tiene una función profundamente adaptativa. Nos invita a bajar el ritmo, a quedarnos quietos, a asimilar lo que ha cambiado, a procesar la pérdida de algo que valoramos. Nos permite llorar lo que duele, reordenar prioridades y mostrarnos lo que aún nos importa, lo que necesitamos honrar.
Nos obliga a mirar lo que no queremos mirar, a escuchar lo que no habíamos querido oír. Y allí, en la incomodidad, empieza el verdadero ajuste.
Estoy aprendiendo que la tristeza no me rompe ni me paraliza, me resguarda y me pide reconstrucción. Me protege del impulso de seguir por inercia cuando aún no estoy lista. Me cuida del olvido y me conecta con el amor que persiste, con la necesidad de sentido.
Lo que reprimo, suele enquistarse. En cambio, aquello que me he permitido sentir a fondo en la vida, siempre me ha transformado.
Lo que me está sosteniendo
En medio de esta tristeza que no se va, aunque ya no duela igual, he empezado a mirar con atención aquello que me sostiene. Son pequeños actos de autocuidado, más que grandes cosas, gestos cotidianos que me devuelven a mí.
Me sostiene escribir no para entender, sino para dejar que la emoción encuentre su cauce. Poner palabras donde antes sólo había un nudo.
Mi cuerpo también sabe sostenerme. Me pide amabilidad, autocompasión, pausa, presencia silenciosa, tierra y abrazos de gente querida.
Me sostiene meditar, rezar, mover el cuerpo con intención. Me sostiene sonreírle a quien se cruza en mi camino, el aroma y sabor del café por las mañanas, un pedazo de chocolate oscuro, una comida hecha con cariño. Una canción que llega justo a tiempo. Las buenas conversaciones. El olor a lavanda de mis sábanas. La voz de una amiga que no necesita explicaciones. Cocinar para otros. Leer una buena novela. La belleza inesperada de una flor en la acera. Esas pequeñas cosas que no cambian el dolor, pero lo acompañan con ternura.
Me sostiene dejar de exigirme. No tener que estar bien ni ser luz todo el tiempo. Poder decir “hoy no puedo” o “no quiero” sin culpa. Aprender a habitar la vulnerabilidad sin sentirme rota. La tristeza me ha vuelto más porosa. Más abierta a lo humano, más capaz de mirar a los demás con compasión, sin juicios.
Y me sostiene el amor. El que recibí. El que sigo dando. El que quedó suspendido en el aire y me envuelve sin necesidad de palabras. Ese amor que no se acaba con la ausencia, sino que se transforma en memoria viva.
La tristeza no se supera, se transita. A veces dura horas, a veces semanas. No hay una línea recta ni fórmulas mágicas. Estoy aprendiendo que hay formas sutiles de acompañarme:
Nombrar la tristeza en voz alta, sin disfrazarla. Abrazarla y escucharla sin prisa, preguntarle qué necesita.
Agradecer de manera radical.
Mover el cuerpo con respeto: caminar, respirar lento, ir al gimnasio.
No forzar nada: ni decisiones, ni relaciones, ni espacios.
Pedir compañía cuando siento que la necesito.
Evitar juzgar o culpar a otros por mi dolor.
Cuidar lo esencial: dormir, nutrirme, limitar el ruido.
Ir a misa los domingos, limpiar mi casa, regar las plantas.
Dejar que lo bello de la cotidianidad -un atardecer, un cuadro, un perrito- me hable.
Y honrar mi trabajo, poniendo mi tristeza al servicio de un propósito más grande que mi dolor.
Estoy viva. Y eso significa sentirlo todo.
Tristeza en el mundo organizacional
Hay un lugar en el que rara vez se habla de tristeza: las organizaciones. Suele ser una emoción incómoda, casi indeseable. En espacios donde lo que prima es la eficiencia, la motivación, los resultados, la tristeza parece fuera de lugar. Como si fuera un lujo, una debilidad o algo que hay que dejar en la puerta, junto con los abrigos.
Pero lo cierto es que la tristeza también vive en los pasillos corporativos. Habita en los duelos no reconocidos: cuando se va un líder querido, se disuelve un equipo, se cierra abruptamente un proyecto en el que creímos o se desvanece una etapa que nos dio sentido. Aparece en los cambios de rumbo, en las fusiones, en las decisiones difíciles, en una vocación que se agota. Se manifiesta en la pérdida de propósito, en el cansancio emocional de quien sostiene mucho sin ser visto, en la irritabilidad, el ausentismo o esa desconexión sutil que a veces se instala sin explicación aparente.
Las organizaciones también pierden, cierran ciclos, sufren fracturas. Y sin embargo, pocas veces se dan el permiso de hacer el duelo. De pausar, aunque sea un instante, para reconocer que algo terminó.
La tristeza puede ser generativa si la vemos, no como enemiga de la productividad, sino como puente hacia una comprensión más profunda de lo que somos como sistema. No hay innovación sin pérdida ni transformación sin despedida. No hay futuro posible si no nos detenemos a llorar lo que quedó atrás.
Traer la tristeza a la vida organizacional significa humanizar. Crear entornos donde se pueda hablar de lo que duele, donde la nostalgia tenga lugar y la pausa no sea sinónimo de ineficiencia, sino de cuidado. No se trata de dramatizar o perder el foco, sino de contar con rituales de cierre, conversaciones honestas y liderazgos capaces de abrazar lo emocional como parte del proceso y no como una interrupción.
Hay una enorme sabiduría en los equipos que se permiten duelar. Que se detienen para honrar lo que fue. Que reconocen lo que dolió antes de volver a construir. Una organización que sabe llorar, puede regenerarse.
Cuando la tristeza encuentra lugar, se convierte en una vía de conexión profunda. Nos iguala, nos humaniza. Donde habían estructuras rígidas, empieza a emerger el poder de la vulnerabilidad: esa capacidad de mostrarnos sin máscaras, de sostenernos en lo real, de construir relaciones más auténticas y sólidas.
Imagino culturas organizacionales que no corran a tapar el malestar, sino que sepan contenerlo. Que no presionen por sonrisas fingidas, sino que den lugar a la honestidad emocional. En esas culturas, además de la productividad, florecen la confianza, la pertenencia y la creatividad genuina.
Las organizaciones también necesitan llorar. Cuando se dan el permiso para sentir, también se permiten sanar.
No vinimos al mundo a estar siempre bien. Vinimos a estar vivos. Y eso incluye la tristeza. Negarla es perdernos una parte del mundo emocional que nos constituye. Aceptarla sin juicios y permitirnos sentirla, la vuelve generativa: prepara el terreno para florecer de otras maneras.
A veces, sólo a veces, después de llorar, algo nuevo empieza a florecer.
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